Hace poco conseguí desalojar a la tristeza como compañera de piso, pasando de tener esa tristeza a quedarme solo estando triste, como sensación puntual y no como acompañante en el camino. Pero parece que no es tan fácil echar a los inquilinos cuando estos se graban en tu cabeza y en cada recuerdo que formaste con ellos cerca, y ahora veo que no se ha ido.
La tristeza se ha mudado a mi ventrículo derecho, asegurándose así alojamiento mientras viva. Y ya no me acompaña a cada paso, es cierto. Y a veces hasta olvido que sigue habitándome, borrada por la felicidad, por la ilusión o por la simple indiferencia.
Porque ella no tiene prisa por salir. Es paciente, es tranquila. Es imparable y lo sabe. Sabe que su momento llegará. Y llega.
Como una tromba de agua sale de su escondite, dejando al corazón que la guarda congelado por el shock, y a todo el organismo bloqueado por la sorpresa. Me llena, cada recoveco y cada poro, abriéndose paso entre todas las barreras de barro, con el poder de quien se sabe legítima dueña de mi cuerpo. Revolotea, como un hada traviesa a mi alrededor; como una bruma que se expande bloqueando mi visión más allá de ella, contagiando todo lo que me rodea de los matices que tanto la gustan; como una serpiente asfixia mis fuerzas en la lucha por alejarla. Se acomoda en mi cerebro y juega: juega a cambiar mis palabras por las peor elegidas, juega a interpretar erróneamente la vida, a sacar a flor de piel lo peor que encuentra en el cajón blindado de los recuerdos suicidas. Juega a arruinarme los días, a hacer carreras de lágrimas por mis enrojecidas mejillas, juega a odiarme en el espejo.
Al final, cuando tras arrojarme al vacío se cansa, vuelve a su ventrículo, donde espera a la próxima excursión mientras disfruta de verme intentar salvarme, reconstruirme; deleitándose en mis esfuerzos vanos, en saber que podrá volver a destrozarlo todo en cuanto quiera.
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